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Hace mucho tiempo, tanto que nadie puede recordarlo, Orfeo, un joven y prometedor músico encontró el amor de su vida: Eurídice.
Se amaban plenamente, nunca ha existido sobre la faz de la Tierra un hombre que amara tan profundamente a su mujer como él. Todos los días cogía su hermosa Kítara dorada para componer una canción a su amada.
Pero todo se tornó oscuro una lluviosa tarde de otoño: una víbora mordió el pie Eurídice e hizo que perdiera su vida para adentrarse eternamente en el Inframundo. La hermosa Kítara de Orfeo perdió su característico brillo, el cantante sus ganas por vivir. La vida había perdido todo su sentido.
Un día, el joven, que nunca renunciaba a sus sueños se prometió volver a ver a Eurídice. Recorrió montañas, valles, ríos y mares. Exploró los cielos, los océanos y los acantilados hasta que dio con las puertas del Inframundo.
Se adentró en aquel tétrico lugar, nunca se había sentido peor. Allí sus buenos sentimientos desaparecían con cada paso que daba para dar lugar a las más oscuras emociones. Tras largos días recorriendo aquellas frías galerías brotó en su corazón una pequeña llama da amor que cada vez se iba haciendo más grande: había divisado a su esposa.
Orfeo quería liberar a su mujer de aquel lugar, pero los dioses impusieron una condición: no podría girarse a comprobar si seguía sus pasos hasta llegar al Mundo de los vivos.
Poco a poco esa chispa fue llenando su corazón. El amor por su esposa iba avanzando por su cuerpo hasta que incendió todo su ser. Por sus venas corría aquel hermoso sentimiento que hacía tanto que no sentía. No pudo evitarlo, se giró. La silueta moribunda de su mujer se alejó rápidamente hasta que desapareció de su vista: había perdido el gran amor de su vida por segunda vez.
Los dioses observaban todo como si de un juego de niños se tratase y decidieron apiadarse de él. No le devolvieron a su esposa, pero le concedieron ese sentimiento que tanto anhelaba: el amor.
Desde aquel día fue feliz, recorrió el mundo entero con su hermosa Kítara repartiendo amor a todo aquel con el que se cruzaba. Volvió a componer sus famosas canciones y recorrió los cuatro puntos cardinales haciendo al mundo un poco más feliz.
Los dioses estaban ilusionados con él, había logrado mejorar su creación con un simple instrumento.
Pasaron los años y él seguía tan ilusionado como el primer día, pero sus fuerzas comenzaban a flaquear. Cada vez se sentía más cansado y débil, hasta que un día murió a causa de la edad.
Su alma bajó al Inframundo por segunda vez. Allí estaba esperándole Eurídice, con la que por fin se reencontró por toda la eternidad. Comprendió que cada cosa tiene su momento y dos pequeñas llamas se encendieron por siempre en el Inframundo.
Los dioses hicieron una nueva aparición. Volvieron a mover los hilos de la humanidad para perpetuar por siempre la música de Orfeo. Tomaron la Kítara y la elevaron más allá del firmamento, decidieron posarla sobre el cielo para que iluminara noche tras noche a los hombres y, de esa manera, hacerlos un poco más felices cada día.
Desde entonces y por siempre, cuatro pequeñas estrellas parpadean incansablemente en el cielo para que todos los hombres puedan observarlas. Muchas veces no son conscientes de que están allí, pero sin ellas el cielo no sería el mismo.
Así es como Orfeo logró cambiar el mundo con su bella Kítara dorada.
